No es difícil de entender. Porque la eucaristía es otro matrimonio: la unión definitiva e irreversible de Cristo con la Iglesia. Se negaría a sí misma si permitiera comulgar a quienes se casaron por la Iglesia, se han divorciado y se han vuelto a casar.
Es el punto más polémico del Sínodo de los Obispos. Pero doctrina y pastoral están bastantes claras, ya que la negación de dar la comunión a divorciados no es ningún capricho ni supone dicriminación alguna, sino que obedece a una lógica inapelable, si reparamos en los lazos que hay entre la eucaristía y el matrimonio por la Iglesia. Porque la eucaristía son unas nupcias, y el matrimonio es una comunión (común unión, una sola carne). Vean.
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La Eucaristía y el Matrimonio se parecen hasta límites insospechados. Porque la eucaristía es, por así decirlo, otro matrimonio: el de la unión sacramental de Cristo Esposo con la Iglesia Esposa. Lo dijo expresamente Juan Pablo II: “Es el sacramento del Esposo, de la Esposa” (Carta Mulieris dignitatem). Y no hablaba en metáfora: Para redimir al género humano, Cristo da la vida por su Esposa, la Iglesia. De suerte que “toda la vida cristiana está marcada por el amor esponsal de Cristo y de la Iglesia” como dice el Catecismo, que llega a denominar a la Eucaristía “banquete de bodas” (Catecismo de la Iglesia Católica, 1617.)
El Catecismo no hace otra cosa que seguir a San Pablo, cuando decía que el amor esponsal de un hombre y una mujer es signo sacramental del amor de Cristo a su Iglesia, un amor que alcanza su punto culminante en la Cruz, expresión de sus «nupcias» con la humanidad y, al mismo tiempo, origen y centro de la Eucaristía.
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No acaban aquí las semejanzas entre las nupcias de Cristo con la Iglesia, y una pareja jovencita que desfila al son de Mendelsohn, por ejemplo, es decir cualquier matrimonio celebrado por la Iglesia. Sería surrealista pensar que Cristo es infiel a la Iglesia, o que cualquier día de estos deja de cumplir su promesa y la abandona a su suerte. Y no sólo porque es Dios, sino también porque la fidelidad e indisolubilidad son parte de la naturaleza del amor. O el amor es exclusivo y para siempre o no es amor. Es otra cosa: pasatiempo, conveniencia, engaño, marear la perdiz, no sé, otra cosa. Y lo de Cristo por la Iglesia es amor, definitivo y exclusivo, sellado por su sangre: ha dado la vida por ella.
Del mismo modo, todo matrimonio sacramental es definitivo y exclusivo. Si, como hemos visto, es signo del amor de Cristo por la Iglesia, expresado en la Eucaristía debe ser igualmente un vínculo irreversible. La Eucaristía es irreversible, el matrimonio igualmente lo es.
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De todo ello se deduce, de forma automática, que sería una incongruencia que quien ha sido infiel en su matrimonio por la Iglesia (eso es un divorciado vuelto a casar) acuda a recibir la Eucarístia. Y una contradicción todavía mayor que la Iglesia lo permitiera. Porque sería como negarse a sí misma. Algo así como el círculo cuadrado. Daría por buena “la contradicción objetiva entre la unión sacramental de Cristo Esposo y la Iglesia Esposa, que se realiza en la Eucaristía. y la condición de infidelidad del divorciado que convive con otra persona”
http://www.jp2madrid.org/web/images/jp2/documentos/iglesia_familia/IGLESIA_15033sinodo.pdf
Por esa razón, la doctrina de la Iglesia no puede cambiar al respecto, porque, repito, sería como hacer un círculo cuadrado. La praxis de la Iglesia, fundada en la Sagrada Escritura (cf. Mc 10,2-12), no admite a la comunión a los divorciados casados de nuevo, porque su estado y su condición de vida contradicen objetivamente esa unión de amor entre Cristo y la Iglesia que se significa y se actualiza en la Eucaristía. (http://w2.vatican.va/content/benedict-xvi/es/apost_exhortations/documents/hf_ben-xvi_exh_20070222_sacramentum-caritatis.html)
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El arrepentimiento que se pide al divorciado en situación irregular es el mismo que al que cualquier penitente: que rechace no sólo un pecado cometido en el pasado, sino cualquier pecado que pueda cometer en el presente, como es la situación de adulterio en la que está viviendo. La Iglesia no comete ninguna discriminación al negar a una persona que vive en un estado contrario a su unión con Dios, como tampoco la comete al negar la comunión a un apóstata, mientras éste no vuelva a proclamar la integridad de la fe de modo público. No por eso la Iglesia abandona al pecador que muestra signos de arrepentimiento aunque todavía no sean plenos. Quiere ser cercana a él y puede hasta proponerle la comunión espiritual en el sentido, no de realizar una unión plena con Dios imposible mientras exista un impedimento, sino en aumentar el deseo de recibirle como un camino penitencial.
Lo penoso es que doctrina tan Clara sea puesta en duda por quienes están llamados a ser los pastores que son los obispos.