La definición más expresiva del matrimonio indisoluble la encontramos en la película “Espartaco”, una exaltación de la lucha de clases (esclavos contra patricios), una epopeya de izquierdas, dirigida por el agnóstico Stanley Kubrick, con guión del comunista Dalton Trumbo. Cuando la chica (Jean Simmons) le dice a Espartaco (Kirk Douglas): “Prohíbeme que te abandone”.
Los que hicieron Espartaco, una impactante superproducción de romanos, no eran unos meapilas precisamente. Pero los amores del esclavo tracio que se levantó contra Roma y la esclava Varinia es un canto al matrimonio natural, con las características del matrimonio natural: monógamo, estable e indisoluble.
La indisolubilidad nace de la propia unión conyugal. No es una imposición externa, sino expresión natural del amor. Cuando dos personas se enamoran desean vivir con el otro para siempre. Eso es lo natural, lo que te pide el cuerpo cuando reconoces al amor de tu vida y te quedas desbordado por esa complicidad maravillosa.
Le dices “Sí”, y lo recibes como esposo/a y unes tu cuerpo con su cuerpo, te ensamblas con el otro en una-sola-carne. Así de bestia, así de grande.
O el matrimonio es indisoluble o no es nada. O hay yugo (de ahí viene justamente la palabra cón-yuge) o no hay matrimonio. Pero no porque lo digan los obispos o la Santa Inquisición.
No es un yugo que te impongan desde fuera, una antipática carga, sino que es un yugo voluntario. Forjado libremente (nadie te obliga). De ahí la importancia de un noviazgo exigente para conocer a fondo al otro y conocerte a ti mismo y decidir libremente.
Sin embargo, mucha gente ve hoy en día la indisolubilidad como una onerosa obligación, que te impide rehacer la vida, si vienen mal dadas.
Todo lo contrario: se trata de un bien que potencia el amor. Si el matrimonio es unidad (una-sola-carne), la mejor forma de reforzar esa unidad en el tiempo –la vida es larga y da muchas vueltas- es mediante el carácter indestructible del vínculo.
Es como si los esposos certificaran su unión con un seguro. Como si encadenaran sus cuerpos y sus almas el uno al otro y tiraran al mar la llave del candado. No para fastidiarse, sino para sellar su felicidad, blindando su voluntad.
El hombre que se entrega a la mujer o viceversa viene a decir: “Estoy tan contento de tenerte, formo parte de ti hasta tal punto que si alguna vez se me pasa por la imaginación irme, te pido, por favor, que me lo prohíbas. Si alguna vez me da la locura, no me hagas caso: tú quédate con mi palabra de ahora, con mi deseo, voluntario, de encadenarme y seguir siendo una-sola-carne hasta que nos separe lo único que puede deshacer los cuerpos y reducirlos a polvo”.
Eso es lo que dice el personaje de Varinia (Jean Simmons) a Espartaco (Kirk Douglas) en la película de Kubrick: “Prohíbeme que te abandone”. Le dice “prohíbeme”. Y son personajes del siglo I antes de Cristo, y el cineasta que dirige la película no está a sueldo de la Conferencia Episcopal Española. No; es un señor que se llama Stanley Kubrick, que no tiene el menor empacho en hacer filmes como “Lolita” o “La naranja mecánica”, que es agnóstico, y que no tiene el menor interés en caer simpático a los católicos. Y el autor del guión es un comunista, Dalton Trumbo, perseguido en la famosa caza de brujas del senador McCarthy en los años 50. Pero hete aquí que en mitad de Espartaco, que un canto a la libertad, pero también una exaltación de la lucha de clases (esclavos contra patricios), una epopeya de izquierdas, nos encontramos con un matrimonio natural -el formado por Espartaco y Varinia-, que define la indisolubilidad conyugal mediante esa frase: “Prohíbeme que te abandone”.