En la película Up in the air al futuro cuñado de George Clooney le da un ataque de pánico el día de su boda. ¿Para qué casarse si hagamos lo que hagamos, vamos a morir? le dice. “Me casaré –reflexiona desolado el cuñado-, tendré hijos, luego nietos, y eso querrá decir que estaré más cerca de la muerte” Y el pobre Clooney no sabe qué contestarle. ¿Qué sentido tiene enamorarse si todo acaba en una tumba y una esquela?
Noviembre, los difuntos y Tim Burton nos traen malos recuerdos. Nacemos para morir, nos casamos para morir… La ternura, los detalles, las miradas, los besos… todo, absolutamente todo, se lo lleva un féretro y una corona de flores. Las voces de los amantes se apagan para siempre y sólo se oye, en el silencio del cementerio, la paleta del albañil prensando el cemento en el nicho, mientras todos esperan que termine el sepelio para volver a casa, aflojarse el nudo de la corbata, librarse de los zapatos de tacón y tomarse una cañita.
¿Qué sentido tiene enamorarse, unirse a otra persona, quererla y respetarla todos los días de la vida, si al final, todo acaba en humo y ceniza? ¿Alguien me lo quiere explicar?
¿Qué hacemos con esas parejas que están hechas el uno para el otro, o mejor dicho que se han hecho el uno para el otro, a lo largo de 60 o 70 años juntos, pero pierden el norte cuando se quedan viudos? ¿Qué les decimos? Parece que les han amputado la existencia, que van como zombis sin su compañera o compañero, y terminan apagándose. Son como almas en pena que no descansan hasta que no se reúnen con la media naranja al otro lado de la Laguna Estigia.
¿Es más fuerte la Parca que el amor? El filósofo Julián Marías dice en uno de sus libros que “en la medida en que se ama se necesita seguir viviendo post mortem para seguir amando”.
Y Marías se refiere a amar con el cuerpo. No habla de espectros –tipo la Novia cadáver de Tim Burton- sino de cuerpos resucitados. La persona que amaremos al otro lado de la Laguna Estigia será una moza garrida y lozana, de mejillas coloradas, busto firme y esto y lo otro y lo demás allá. O, para que nadie me acuse de machista, un tipo con toda la barba –si es que la tenía en vida-. Porque la persona es alma y cuerpo y el hombre no sabe imaginarla de otro modo. De manera que la apetencia de eternidad de los amantes no es un desvarío que nos ha dado después de ver Romeo y Julieta, sino condición intrínseca del amor. “Se ama con realidad total, con la vida entera, pasado y futuro ilimitado”.
Igual que la felicidad y el amor me llevan a deducir la necesidad de la eternidad, la condición corpórea de la persona me lleva a deducir la necesidad de la resurrección. La resurrección de la carne.
¿Hay amor después de la vida? A los que están colados les encantaría, nada les haría más felices. Incluso si les dijeran que en la otra orilla no está la persona amada, querrían devolver el billete: ¿para qué quiero la inmortalidad? dirían. Te mueres, llegas al otro lado, deshaces tu equipaje y descubres que estás más solo que la una. Sería insufrible. Por esa razón, el egoísta no quiere la inmortalidad. O eres inmortal para amar, o no quieres serlo. ¿Qué sentido tendría la inmortalidad de un hombre solo?
Eso explica que en el siglo XXI, la época de los tíos y las tías solos, de los singles, del yo me lo guiso-yo me lo como, la gente no hable del más allá ni desee la inmortalidad. Es sintomático que en las épocas que decae el amor, descienda también el deseo de inmortalidad. Ya me dirás: tipos y tipas sin ilusión –o con ilusiones de anuncio de televisión, tales como un aumento de pecho o un vigorizante para la calvicie- no conciben seguir eternamente con el mismo rollo y prefieren morirse y que aventen sus cenizas en el mar. A ser posible en el Mediterráneo, que en el Cantábrico sopla el nordeste.