La pasión, la atracción fatal y las emociones fuertes no son imprescindibles para una gran historia de amor. Lo demostró Miguel Delibes (1920-2010). El gran novelista construye sus love story sobre la épica
de lo cotidiano, la mesa camilla, y hasta el aburrimiento. El autor de Señora de rojo sobre fondo gris rompe tópicos y aproxima el amor a la vida cotidiana.
HAY quien confunde el amor con un caso clínico: parece obligado sentir hormigueo, sudoración en las yemas, taquicardias e insomnio… ¿Es eso lo que sienten dos setentones, ella cosiendo con moño y gafas, y él haciendo crucigramas, bajo la manta de cuadros? No parece. Pero la cultura televisiva te lleva a confundir los términos y a demonizar todo lo que no sea instantáneo, excitante y movido. Y a hacerte creer que si no hay mariposas en el estómago, no hay amor.
Muchos de los personajes deMiguel Delibes se aman sin que sufran alteraciones de prospecto de receta médica. Incluso puede no haber atracción física (¡qué escándalo para los dogmas de lo Amorosamente Correcto). Ni flechazo, ni siquiera un encanto especial. Es más, el comienzo puede ser perfectamente
prosaico… Es el caso de Don Eloy, un viudo recién jubilado de una ciudad de provincias, que termina enamorándose de la Desi, la chica de la limpieza, que apenas sabe leer. Lo cuenta el escritor en una de sus mejores novelas, La hoja roja.
Don Eloy y la Desi no tienen muchos puntos en común, ni hay atracción física entre ellos. Lo que hay es cariño y ganas de quererse. Se sienten solos, buscan compañía y deciden unir sus vidas. Es una novela, sí; pero también es la vida. El viejo refrán “con el roce nace el cariño” no es una gracieta de la Real Academia de la Lengua.
Eso significa -atención que viene otra bomba- que, en principio, podría casarse cualquiera con cualquiera, siempre que haya un ingrediente imprescindible: voluntad. Siempre que no falte el deseo libre y voluntario de querer quererse. Una herejía más del autor de El hereje.
Tan matrimonio es el de dos personas mayores que se conocen y se casan en un asilo como el de dos fogosos veinteañeros. Lo que Delibes viene a demostrar con esas historias de mesa camilla y cocinas de baldosines hortera es que la clave no son las hormonas, sino la voluntad. El amor no está hecho del material de los sueños -que diría Shakespeare-, sino de menudencias diarias. La gran tentación que tenemos los humanos es la de dispersarnos en el ayer o en el mañana y no sacar el máximo partido al hoy. A “muchos grandes amores le sientan mal los días de diario” -como cantaba Joan Manuel Serrat-.
Y el gran juglar del amor cotidiano y de la prosa es el mejor prosista en castellano del siglo XX (con permiso de Francisco Umbral). Uno lee Señora de rojo sobre fondo gris –que es un retrato y un homenaje de Delibes a su esposa en la vida real, Angelines- y llega a la conclusión de que no debe fiarse demasiado de lo extraordinario. No pongas tu ilusión en las grandes emociones… sino en la rutina cotidiana. O mejor dicho, en convertir la rutina cotidiana en una declaración amorosa.
La elegía a la esposa fallecida en la madurez –eso es Señora de rojo sobre fondo gris- le da sopas con onda al Canto a Teresa de Espronceda, con todos sus aspavientos, y a mucho peliculón supuestamente romántico.
Y es difícil evitar el nudo en la garganta al constatar que lo más grande y lo más tierno se aprecia justo cuando falta, como cuenta Señora de rojo: “Nos bastaba mirarnos y sabernos. Nada importaban los silencios, el tedio de las primeras horas de la tarde. Estábamos juntos y era suficiente. Cuando ella se fue, todavía lo vi más claro: aquellas sobremesas sin palabras, aquellas miradas sin proyecto, sin esperar gran cosa de la vida, eran sencillamente la felicidad”.